MIEDO vs VALENTÍA #historiasdemiedo

La valentía. Ser valiente.  Ese adjetivo que define a tantas personas, y que me diferenciaba de tantas otras. Porque yo, más que valiente, era un miedica. Si, era. Ahora ya no.

Llevaba semanas rondando por aquel lugar angosto y frío, que dentro de parecer a priori un lugar amplio y limpio, se me antojaba algo siniestro y estrecho. Las eternas horas que pasaba allí, parecían años. Y muchas veces, a pesar de la blancura de las paredes, sentía como la oscuridad y el miedo se apoderaban de mi, como me hacían sentirme pequeñito. Durante aquel mes, apenas pegué ojo. Cada vez, me sentía más cansado y sin fuerza. Apenas comía. Tenía un nudo constante en la garganta que a desgana me dejaba respirar. 

Una tarde en la que deambulaba por los pasillos cual vagabundo maltrecho, me topé con un anciano canoso. Tenía la cara como una pasa, unos ojos que me recordaban al color de la coca-cola y una nariz muy respingona. Se sentó a mi lado y se presentó. Se llamaba Francisco y tenía una sonrisa que mostraba mucha ternura. Le sonreí, me presenté y me atreví a estrecharle la mano como hacen los mayores. Me preguntó porque me encontraba allí, que aquello no era un lugar para niños. Me quedé perplejo y paralizado. Nunca nadie me lo había preguntado antes. Y no supe que decir. Me puse pálido y las palabras se quedaron ancladas en mi garganta. Tenía miedo. Pensé que si le contaba lo que estaba ocurriendo a alguien, todo por lo que estaba pasando se volvería real. Lo intenté por segunda vez, pero cuando intenté contarle mi historia, las palabras rodaron mejilla abajo. Francisco, me dio un abrazo como todo consuelo. Y a mi me bastó. 

Aquella misma noche, mi madre murió de cáncer. Mi única familia. Me quedé roto, vacío. Todo el miedo que llevaba acumulando semanas atrás y que me perseguía allá a donde fuera, estalló como una traca de fuegos artificiales. No estaba preparado para aquello. Algo por dentro me estaba desgarrando de arriba abajo y consiguió que me derrumbara. Aquel nudo que llevaba tiempo en mi garganta se desató en un sollozo. Más tarde, el sollozo se convirtió en susurro casi inaudible. Las agujas del reloj de la habitación, marcaban el compás de mi corazón, ahora, más calmado. 

Cuando me di cuenta, la mano de mi madre y la mía, seguían entrelazadas. Nadie se atrevió a separarme de ella. Mi alma, se acababa de romper en mil pedazos, estaba hecha añicos. Y el miedo de perder a mi madre, que antaño tenía, retumbaba en mi cabeza ahora con más intensidad. Porque ahora, esa perdida, era real.

Cuando ya no me quedaban fuerzas para seguir en la habitación, salí al pasillo. Necesitaba hidratarme y tomar el aire. Allí me encontré de nuevo con Francisco, quién al verme con el rostro desencajado, me abrazó, y me dijo al oído que no estaba solo. Quiso acompañarme a la azotea del hospital donde los primeros rayos de sol empezaban a brotar en el horizonte. Estuvimos callados un buen rato, hasta que él, se aventuró a decirme unas palabras que, a día de hoy, siempre me han acompañado: ''Qué duro es a veces vivir, pero es preferible sentir aunque nos duela''. 

Desde entonces, el miedo desapareció tan rápido como una estrella fugaz y empecé a ser valiente por mi madre y por mi, por los dos.

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